30 de octubre de 2011

Bajo la tormenta


Suten se encontraba en su despacho, estudiando acerca de las plantas con poderes curativos cuando la puerta se abrió de golpe. La luz de las velas bailó nerviosa a causa del fuerte viento que entraba del exterior y las sombras de los objetos se agitaron en figuras borrosas confundiéndose entre sí.

— ¡Por Eredwen! ¡¡Menuda tormenta está cayendo!!

— ¿Qué tal estás Zur? —preguntó Suten casi sin inmutarse.

— Bueno, ahí ando. Venía a ver qué tal estabas tú. Hace semanas que no te veo por ahí. ¿Has salido alguna vez de esta habitación desde aquel día?

Silencio. Zur se acercó a su amigo que no apartaba la mirada de los numerosos libros, cuadernos y apuntes esparcidos y amontonados por toda la mesa. Su obsesión le había llevado al extremo de no tener más objetivo que esa incansable búsqueda. Vivía por y para aquello y cada día le sustraía una pizca más de energía.

Mientras avanzaba, Zur echó un vistazo a la estancia. Los libros se amontonaban por esquinas y paredes hasta el extremo de no saber qué era pared y qué libro. Los papeles hacían de alfombra y manteles sobre los muebles. Las velas consumidas no eran más que montones de cera derretida. No había comida ni señal de que hubiera habido desde hacía más de dos meses.

Y por primera vez, observó detenidamente a su amigo. Se sorprendió de no haberse dado cuenta de lo consumido que estaba. Sus ojos transmitían un gran cansancio y un terrible dolor, pero no cesaban de trabajar. La piel estaba más pálida de lo normal y en su frente se habían dibujado unas fuertes arrugas consecuencia de la tensión constante en la que vivía. Las vendas de las manos estaban sucias y rotas, ahí donde las vendas no ocultaban la piel había pequeños cortes mal curados. Las yemas de los dedos estaban entintadas de negro.

— Suten, —dijo Zur bajándose al nivel de su amigo al otro lado de la mesa— deberías descansar un poco. Esto te está matando. No hay nada que hacer… admítelo.

— Tú no lo entiendes. Estoy cerca, ahora no puedo dejarlo, sino todo sería en vano. Eren necesita mi ayuda… ¡me necesita! Si logro encontrar una fórmula para…

— ¿Cuánto llevas sin comer ni dormir? Suten, soy tu amigo y lo digo por tu bien. Mírame —le dijo mientras se quitaba el fular que ocultaba su boca—. Vuelve a vivir tu vida.

La habitación volvió a quedar en silencio. Zur mirando directamente a su amigo, sin fular de por medio. Soten por primera vez desde hacía mucho tiempo miraba a algo que no fuese libros o apuntes. Una vela se consumió, como se consumieron las fuerzas de Suten. Se derrumbó en la silla y observó la mesa que tenía delante. Sus ojos se cerraron unos segundos, agradecidos por el breve descanso.

— Nunca me lo podré perdonar, Zur. Me consume por dentro… cada día es un infierno —se quitó el fular que ocultaba su boca—. Eren… se muere. Soy su único familiar… no puedo quedarme a esperar mientras ella se consume…

— A este paso te consumirás con ella. Suten, ya te lo he dicho… Ni los expertos en curación, ni el Consejo saben cómo ayudarla… Ve con ella en vez de aislarte del mundo…

23 de octubre de 2011

En la tetería de Dud


La poca luz que dejaban atravesar las espesas nubes de Eredia lograba llegar débilmente a sus habitantes. La lluvia no cesaba de caer amablemente desde hacía más de dos semanas. La humedad del habiente era palpable en todo ya fuese madera o roca, vidrio o metal. Pronto la capital de los éredos, Dud, quedaría sumida en la oscuridad más fuerte alumbrada únicamente por los farolillos y hogueras, que empezaban a doblar su energía.
En el centro de la ciudad, en la única taberna de todos los mundos en la que solamente sirven té, dos humeantes infusiones esperaban pacientes una enfrente de otra sobre una mesa de madera de duj. Sus dueños hablaban incansables sin percatar en ellas.

— ¿No te das cuenta de que si dedicas tu vida enteramente al arte de la guerra jamás llegarás a ser parte del consejo?

— El consejo ahora no está dentro de mis planes, Sen. Mi objetivo es ser campeón de lanza de toda Eredia. Ya sabes que la lanza no es sólo un arma letal, sino también es el arte d…

— Ya, ya… —interrumpió Sen— el arte del combate. Me lo has dicho mil veces. Te entiendo, Zan. Pero mira tu fular, y fíjate en los del resto de tu edad. Te estás quedando atascado. Puede que tengas las inscripciones del campo de la batalla, y la especialización en lanza. Pero en cuanto a otros temas, nadie recurrirá a ti.

— ¿Y a quién acudirán para saber sobre la lanza y la guerra? Los señores del Consejo, nunca llegarán a ser maestros del arte del combate. Alguien tiene que ocupar ese lugar.

10 de octubre de 2011

Historias de Guerreros V: Venganza


El sol vigilaba detrás de una gruesa capa de nubes grises. El suelo embarrado estaba cubierto de hojas marrones y amarillas por la llegada del Uruth. Mis pies buscaban apoyo sorteando ramas y finos troncos caídos a causa de las grandes tormentas que habían castigado el bosque de Lyrioth como hacía más de medio siglo que no lo hacían.

Aun se podían oír los truenos y ver los relámpagos en el cielo oscuro. Mis pisadas quedaban ahogadas cuando un nuevo trueno hacía presencia. Me seguía preguntando cómo habíamos sobrevivido a semejante infierno. Mis dos compañeros y yo, junto al faero avanzábamos deprisa.

Después del sangriento enfrentamiento que habíamos tenido pocos días antes con los trasgos, al sur de la cordillera de Lyrioth, apenas habíamos intercambiado pensamientos. Durante la emboscada de los trasgos habíamos perdido a los compañeros del faero. “Mis compañeros jamás recibirán el descanso que merecen las criaturas de nuestro dios” fue todo lo que nos dijo. Desde entonces no nos había dirigido palabra alguna. En sus ojos se podía ver el dolor, el odio y la muerte reciente de un ser querido. Sumido en sus pensamientos, se había buscado su comida y refugio… y aun así seguía a nuestro lado camino al campamento de nuestro objetivo común, con un único pensamiento en mente: la venganza.

Entre nosotros tampoco habíamos hablado mucho. Coincidimos quién era el culpable de la emboscada del otro día.  Los trasgos son criaturas al servicio y protección de los Durei. Ellos son la real amenaza, y sabíamos dónde encontrarlos. Uno de los trasgos que nos atacó quedó inconsciente en la batalla. Tardó poco en recuperarse y cuando lo hizo y vio en qué estado habían terminado sus compañeros, se apresuró a desvelarnos el lugar exacto de su líder.

“— ¡El campamento se encuentra a tres días de distancia, dirección norte!”.

 Ya llevábamos caminando dos días y la noche estaba haciendo acto de presencia. En el ambiente se notaba la tensión previa a la lucha.